UN HIJO GENUINO DEL CATÓLICO PUEBLO BÁVARO
Conocí por primera vez al cardenal Ratzinger en 1971.
Era Cuaresma. El recuerdo de aquel encuentro se ha ido enriqueciendo de matices que mi memoria ha ido reelaborando, inevitablemente, ante el setenta aniversario del cardenal.
Un joven profesor de derecho canónico, dos sacerdotes estudiantes de teología, que por aquel entonces no habían cumplido los treinta años, y un joven editor estaban sentados alrededor de una mesa, invitados por el profesor Ratzinger, en un típico restaurante junto a la orilla del Danubio que, en Ratisbona, discurre ni demasiado lento ni demasiado impetuoso, lo que todavía permite pensar en el hermoso Danubio azul. La invitación la había preparado von Balthasar con la intención de discutir la posibilidad de hacer la edición italiana de una revista -que más tarde sería Communio–.
Balthasar sabía arriesgar. Aquellos mismos hombres que se sentaban a la mesa del típico restaurante bávaro, unas semanas antes habían perturbado su quietud de Basilea, con un cierto atrevimiento, pues no le conocíamos. Lo habían hecho inmediatamente después de leer una breve noticia aparecida en Le Monde en la que se informaba del fracaso de una reunión de teólogos, que habían sido expertos en el Concilio, celebrada en París con el objetivo de dar vida a una nueva revista. Le dijimos a Balthasar: «Tenemos que hacerla, nosotros haremos la edición italiana». Balthasar no descartó de inmediato la hipótesis, no sólo porque le cogimos un poco por sorpresa y por su buena educación, sino porque entre nosotros estaba un pequeño editor -Balthasar era también editor- y tenía un sexto sentido para percibir si una publicación podía o no «tirar bien». Al final, con un tono entre prudente y escéptico, Balthasar dijo: «En todo caso, yo no puedo decidir nada solo. Hay que contar con los alemanes … ; los aspectos técnicos dependen de Greiner. Además, está el problema de la teología». (Si bien nosotros teníamos en nuestra agenda algún que otro nombre de buenos teólogos italianos). Me acuerdo bien de su cara en aquel momento. Le he visto después en otras ocasiones, cuando tenía que tomar una decisión arriesgada: callaba durante un tiempo que siempre parecía excesivo al interlocutor, con el rostro marcado por una mueca escéptica que no hacía presagiar consensos. Después, con una sonrisa comedida y con el tono de voz un poco jovial formulaba su propuesta en breves palabras. Así, al terminar nuestro coloquio, dijo: «Ratzinger, tenéis que hablar con Ratzinger. Es él el hombre decisivo hoy para la teología de Communío. Es el perno de la redacción alemana. De Lubac y yo somos viejos. Id a ver a Ratzinger… Si él está de acuerdo…”.
De esta forma se repetía para nosotros, en pocas semanas, una experiencia estimulante. Nos habíamos atrevido a hablar con Balthasar, una personalidad famosa antes conocida sólo por los libros, encarando el asunto con una mezcla de temor y provocación; ahora nos esperaba otro teólogo bastante más joven pero también igualmente afamado, que discutía con Rahner y Küng y que dividía -lo hablamos a fondo durante el viaje de Friburgo a Ratisbonano sólo nuestras opiniones, sino también nuestros ánimos. Estábamos enfrentados dos a dos: dos a favor y dos en contra. Con su trato delicado, los gestos medidos y los ojos que no dejaban de moverse, Ratzinger nos explicó el menú: una larga secuencia de suculentos platos bávaros… Parecía conocerlo bien, sin lugar a dudas era un habitué del restaurante. Nosotros, superado el primer embarazo, como buenos latinos y, además, jóvenes, nos lanzamos a hacer comparaciones entre menús bávaros y lombardos. Alguno de nosotros había pasado suficiente tiempo en Alemania como para permitirse disertar sobre los tipos y las marcas de cervezas. Recuerdo bien que pregunté a nuestro anfitrión qué nos aconsejaba: pacientemente empezó a ilustrarnos de nuevo sobre cada plato de la lista, animándonos a probar más de uno para que nos hiciésemos una idea de la cocina bávara. Desde hacía un rato el camarero esperaba respetuoso junto a la mesa. No sin desorden y aumentando progresivamente el tono de nuestra conversación hasta el punto de hacer que algún comensal se volviese a mirarnos, terminamos, bajo los ojos benévolos y la sonrisa, quizás un poco impaciente, de nuestro anfitrión, por escoger una amplia y exagerada variedad de platos. Ratzinger cerró el menú diciendo al camarero algo así como: “Para mí, lo de siempre». El camarero nos sirvió antes a todos nosotros, con meticulosidad alemana, y al final llevó al conocido teólogo un sándwich y una especie de limonada.
Nuestra sorpresa rayaba en la vergüenza. Con una sonrisa, esta vez verdaderamente amplia y bondadosa, el cardenal nos liberó diciendo: Vosotros estáis de viaje … Si yo como demasiado, ¿cómo voy a poder estudiar después?». Comentando el episodio, de vuelta en el coche, nos dimos cuenta del golpe: “lo de siempre” del cardenal al camarero.
No me he alargado en este pequeño y personal recuerdo para añadir el rasgo hagiográfico de la sobriedad a la biografía del cardenal. ¡Cuánto más ahora que todavía no es tiempo de panegíricos! Lo he hecho sólo porque, incluso después de haberle conocido más profundamente, aquel episodio me parece que habla de su estilo, y el estilo, ya se sabe, es el hombre.
El cardenal es un verdadero católico bávaro: capaz de gozar y de hacer gozar la vida (las páginas sobre Baviera del volumen Mi vida 1 son en ocasiones verdadera poesía). Su secreto es que la afronta como tarea. Amante de la persona en cuanto participa de la vida del pueblo por el que es natural consumirse totalmente, es capaz de una abnegación cotidiana tenaz, nunca llamativa. La ascesis, la ética y el gobierno no son en él fines, sino medios: fin es el bienestar de la persona y de la comunidad, podríamos decir, al modo medieval, la «conveniencia» del yo y del «nosotros» con una vida plenamente realizada.
Sus intereses teológicos, por ejemplo la vida eterna (escatología), la revelación en la historia, el nuevo pueblo de Dios, la liturgia, no serían adecuadamente comprendidos sin entender el orgullo apasionado por su pertenencia al pueblo católico bávaro, al que caracteriza una alegre participación en cualquier aspecto humano y un pertinaz sentido del deber. De igual modo había tenido cuidado de que sus jóvenes huéspedes, después de haber admirado la belleza de los campos de lúpulo en la autopista que va de Munich a Ratisbona y haber escuchado el vals a la orilla del Danubio, pudiésemos gozar también de los frutos de su tierra en la acogedora Gaststittte con su rico codillo, la variedad de los Würstel y la Fastenbier (cerveza negra de Cuaresma). Al mismo tiempo, sin afectación, intentaba mantener su ritmo habitual de vida y trabajo.
Un método de pensamiento
«’Suficiente’ solo es la realidad de Cristo». Esta afirmación de Ratzinger referida al problema teológico, todavía abierto, de la suficiencia material de la Sagrada Escritura, expresa el convencimiento profundo que atraviesa toda la obra de nuestro autor. De hecho, todo su itinerario eclesial y teológico es una afirmación enérgica de Jesucristo como “la realidad que acontece en la revelación cristiana. Él es el unicum verdaderamente suficiente, capaz de dar satisfacción última a la mirada que indaga críticamente la realidad. Ya desde los tiempos de su enseñanza sobre san Buenaventura, Ratzinger madura con claridad la idea de que la revelación no se puede separar del Dios vivo, y que interpela siempre a la persona viva a la que alcanza. Por eso, “del concepto de ‘revelación’ forma siempre parte el sujeto receptor: donde nadie percibe la revelación, allí no se ha producido ninguna revelación, porque allí nada se ha desvelado. La idea misma de revelación implica un alguien que entre en su posesión». De este núcleo central brota una continua atención a la Iglesia, entendida como organismo vivo que obra en la historia de los hombres y de los pueblos. Una peculiar e intrínseca conexión entre Revelación e historia, experimentada desde niño en la fe de la familia y de la iglesia popular de Baviera, constituye, a mi juicio, la característica metodológica que hace de hilo de Ariadna a través de todos los escritos de Joseph Ratzinger y termina por caracterizar, a lo largo de los años, al joven estudioso, al profesor, al pastor y al prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe. Aquí reside, creo yo, el origen de la continuidad y de la evolución de su pensamiento.
Me gustaría intentar identificar ahora alguno de los factores que constituyen esta particular sensibilidad metodológica, ya que resulta imposible presentar, aunque sea sólo sucintamente, los múltiples temas que han ocupado al cardenal Ratzinger y menos aún confrontarlos con el panorama teológico-cultural de los últimos decenios.
Cultura: intrínseca conexión entre Revelación e historia
El primero de estos factores es cómo Ratzinger propone, en un lenguaje accesible al hombre de hoy, el núcleo central de la fe sin dejar atrás el dato dogmático. Tal factor descansa, sobre todo, en una concepción del dogma entendido como una ..realidad capaz de infundir fuerza en la construcción de la teología» y no, sobre todo, ..como un vehículo, como negación y límite extremo. La dimensión cultural propia del hecho cristiano no se concibe, por tanto, como una mediación entre Revelación e historia sino, con el respeto a las debidas distinciones, es intrínseca al movimiento con el que el acontecimiento de Cristo, al comunicarse en la realidad, interpela al hombre y a la historia. La teología no es así algo desencarnado:
«He tratado, todo lo que me ha sido posible, de poner claramente en relación lo que enseñaba con el presente y con nuestro esfuerzo personal».Esta actitud lleva a Ratzinger a «exponerse»« para ponderar críticamente el presente de la Iglesia y de la sociedad, pero no quita carácter científico a su trabajo teológico. Al contrario, lo llena de interés para el lector no especialista. También por esto Ratzinger figura entre los católicos más leídos en los círculos culturales laicos. Un buen ejemplo de esta sensibilidad es la intervención que tuvo el cardenal el 5 de mayo de 1997 en la basílica de San Juan de Letrán en Roma, en el contexto de la misión ciudadana para la preparación al Gran jubileo. Recorriendo la narración de las tentaciones de Jesús, tuvo que explicar en un determinado momento la relacionada con el hambre. Por una parte, Ratzinger tomó muy en serio el hambre de Jesús y el problema del hambre en el mundo. Sin falsos espiritualismos, abandonando los tópicos de la homilética clásica, Ratzinger afirmó: ¿Puede haber algo más trágico, algo que contradiga más la fe en un Dios bueno y la fe en un redentor de los hombres que el hambre de la humanidad? Por otra, la respuesta final a este tremendo problema no temió exponerse a la impopularidad y Ratzinger la formuló con las palabras del jesuita alemán Alfred Delp, asesinado por los nazis: «El pan es importante, la libertad es aún más importante, pero lo más importante de todo es la adoración»Jesucristo vuelve a aparecer como el unicum sufficiens.
De este modo nace en Ratzinger la conciencia del carácter definitivo del acontecimiento de Crist0 y de su capacidad de ponderar la totalidad. La expresión científicamente madura de esta posición viene representada por el tratado sobre la escatología. Esta capacidad de juicio proyecta una luz nueva sobre la concepción de la cultura característica de Ratzinger, como fruto del impacto del sujeto eclesial, que vive incorporado por el bautismo a Jesucristo, con la realidad. En una concepción así de la cultura, contenidos y sujeto adquieren toda su relevancia precisamente en la experiencia: es posible que los contenidos se transmitan adecuadamente cuando el sujeto que comunica los vive. En este sentido la comunicación se convierte en una invitación a una comunión personal: se comunica cuando se comparte una experiencia, cuyo horizonte es la realidad entera sin censura alguna. ..La invitación real de experiencia a experiencia y no otra cosa fue, humanamente hablando, la fuerza misionera de la antigua Iglesia. Esta posición determina la concepción que Ratzinger tiene del lugar central que ocupa la catequesis y también de su importancia cultural. Promueve la razón en la fe, necesaria más que nunca en el actual panorama sociocultural puesto a prueba por el nihilismo. La relación misma entre fe, historia y cultura está presente en las intervenciones del cardenal acerca de distintos aspectos de la ciencia, la política y la economía.
Abanderado del reto conciliar
Esta sensibilidad metodológica, fuertemente unitaria y articulada al mismo tiempo, capaz de síntesis pero también de subrayar los mínimos matices de un fenómeno histórico o de un aspecto del pensamiento, es común a todas las etapas del itinerario de Ratzinger. Constituye el factor de continuidad de su obra. Impone, en cierto sentido, deshacer un primer tópico que ha surgido en torno al pensamiento de Ratzinger. Me refiero al supuesto paso de «teólogo progresista», en fases sucesivas, a «prefecto restaurador». Para una persona que posee un principio sintético vital, en nuestro caso una experiencia de fe vinculada a una comunidad en camin0, el desarrollo de su pensamiento, no falto, obviamente, de corrección y clarificación, lejos de ser prueba de discontinuidad, documenta la riqueza y la madurez del mismo. La afirmación de una supuesta ruptura en el pensamiento de Ratzinger debe relacionarse con el prejuicio ideológico, de hecho muy enraizado entre cristianos, que aplica el modelo conservadores/progresistas a la Iglesia, ya sea referido a sus expresiones orgánicas o a sus hombres.
Otro tópico que desaparece con facilidad, apenas se conoce a la persona, es el de «prefecto de hierro», que nos haría pensar, antes que en una rigidez de pensamiento, en una persona dura en su trato con los demás. Es suficiente hablar una vez con el cardenal para percibir su exquisita humanidad.
Existe, no obstante, un dato más objetivo que, unido al ejercicio de su tarea como Prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe, ayuda a comprender la debilidad de estos tópicos. Ratzinger ha tenido que asumir este grave servicio en una comprometida etapa de transición en la Iglesia. Se puede percibir la extrema delicadeza de esta etapa si se piensa en el hecho de que la autoconciencia doctrinal de la Iglesia ha profundizado, clarificándola, la noción de Revelación presente en la Dei Filius (Vaticano I) en la de la Dei Verbum. Según De Lubac, el concilio Vaticano 11 «sustituye una idea de verdad abstracta con la idea de una verdad lo más concreta posible: es decir, la idea de la verdad personal, aparecida en la historia, operante en la historia y capaz de sostener, desde el seno mismo de la historia, toda la historia, la idea de esta verdad en persona que es Jesús de Nazaret, plenitud de la Revelación. Los textos de Ratzinger, desde la habilitación de Buenaventura hasta las recientísimas páginas contenidas en Mi vida, no dejan de volver con puntos de vista siempre más estimulantes sobre este inagotable tema.
La profundización de la autoconciencia de la Iglesia sobre la Revelación ha comportado un desplazamiento de lenguaje a muchos niveles: de la liturgia a la catequesis, de la teología a las declaraciones del Magisterio. Como síntesis final se puede decir que el lenguaje eclesial, teniendo que aceptar este reto, se ha transformado de «conceptual» en «simbólico». Reto al que no se ha sustraído el mismo Magisterio, sobre todo el de Juan Pablo II, como se ve en el lenguaje «pastoral» de sus declaraciones magisteriales. Está claro que la calificación de pastoral no implica oposición alguna a la de doctrinal. Es más, si se comprende adecuadamente, aquélla valora todo el rigor de la formulación doctrinal. El mismo Ratzinger nos ilumina acerca de esta evolución del lenguaje cuando dice de sí: «Yo opinaba que la teología escolástica, tal como estaba, había dejado de ser un buen instrumento para un posible diálogo entre la fe y nuestro tiempo. En aquella situación, la fe tenía que abandonar el viejo Panzer y hablar un lenguaje más adecuado a nuestros días. Es Ratzinger mismo quien se ha confrontado, no sin aprecio, con esta teología escolástica. No conviene perder de vista, a tal propósito, la interesante anotación hecha cuando comenzaban los trabajos conciliares: “El cardenal Frings recibió los esquemas preparatorios CSchemata ‘J, que debían presentarse a los padres conciliares… Él me envió estos textos regularmente para que le diese mi parecer y las propuestas de mejora. Obviamente, tenía alguna obsevación que hacer sobre diferentes puntos, pero no encontraba ninguna razón para rechazarlos por completo, como después, durante el Concilio, muchos reclamaron y, finalmente, consiguieron».
El descubrimiento de la tradición para presentar la noción de Revelación, con todas sus delicadas implicaciones, tanto de contenido como de método, es uno de los factores, si no el factor decisivo, que permite a Ratzinger el original ejercicio de su molesto ministerio en la Iglesia. La persona, la competencia y el método teológico de Ratzinger están favoreciendo el delicado trabajo de la Congregación. De este trabajo resulta más evidente su tarea de promoción de la doctrina de la fe, indisoluble de la de defensa de la misma.
De esta forma la personalidad del cardenal no sobresale respecto a su ministerio y, al mismo tiempo, la obediencia a la tarea que le ha sido encomendada no agota los rasgos de su personalidad. Lo que sorprende, cuando se tiene la oportunidad de escucharle y de dialogar con él sobre los problemas más diversos, es que te comunica siempre un matiz más, algo nuevo, te abre siempre a algo que tú no habías visto antes.
El ministerio de Juan Pablo II y el desarrollo del magisterio pontificio de estos últimos veinte años, como auténtica interpretación del concilio Vaticano II en continuidad con toda la Tradición, ha encontrado un colaborador original y fiel en este genuino hijo del pueblo bávaro.
- Angelo Scola
Patriarca de Venecia